Durante la Reforma, Calvino difundió la creencia de que los hombres estaban predestinados a su propia salvación o condena. Según él, Dios había escogido de antemano a aquellos que entrarían a su reino y aquellos que no; importaba nada si su conducta y acciones en la vida eran buenas o malas: el hecho era que no podían modificar algo que se encontraba establecido desde siempre. Lo único que podía mostrar que el alma de un hombre estaba destinada a la salvación eterna era, según Calvino, el éxito económico. En la medida que los hombres fueran capaces de acumular y hacer crecer sus fortunas, era probable que contaran con el beneplácito de Dios y formaran parte de sus elegidos. La difusión de esta creencia propició el surgimiento de una mentalidad obsesionada con el trabajo y la acumulación de capitales, que combinada con la obligación puritana de vivir muy ascética y austeramente, aceleró enormemente los procesos de acumulación e inversión en los países donde el protestantismo se propago con éxito.
Cuando una persona se encuentra tan obsesionada con su propia salvación y no pasa ni un minuto sin que se preocupe por encontrar nuevas y más eficientes formas de acopiar capitales (que lo hagan sentirse más seguro sobre su lugar en el cielo) era solo natural que sobreviniera una época donde los procesos de acumulación e inversión se vieran fuertemente acelerados. Obsesionados por la creencia de que el éxito financiero era el señuelo de la (pre) selección divina, los protestantes de Europa se dedicaron a desarrollar incesantemente nuevos mecanismos productivos que maximizaran la eficiencia económica de sus giros y negocios.
La acumulación de capital en los lugares que acogen al protestantismo (generalmente como parte de una estrategia de independencia nacional con respecto al poderío de Roma) rebasa por mucho al crecimiento económico obtenido por los países católicos en el mismo periodo. Adicionalmente, la nueva mentalidad acelera el desarrollo de otras disciplinas, especialmente el de las ciencias exactas. En la medida que los hombres requieren de cálculos precisos y certeros para aumentar y garantizar sus ganancias, las ciencias que los auxilian tienden también a desarrollarse. El desarrollo tecnológico y científico de Europa se despunta marcadamente y permite la colonización de un mundo tecnicamente muy rezagado en relación a ella. De la misma manera, la necesidad que tienen los nuevos inversionistas de un contexto político y social en general estable y calculable, alienta el triunfo del derecho frente a la arbitrariedad tradicional del rey. Finalmente, la eficiencia como máximo valor producirá también cambios importantes en el interior de las propias empresas y negocios. La gradual y cada vez más compleja división del trabajo, orientada hacia la máxima rentabilidad de la producción en masa, cambiará para siempre el sentido y la vida del trabajador.
De manera simultanea al avance de las ciencias exactas y las filosofías humanistas, las creencias religiosas se volvieron cada vez más frágiles e insostenibles. Poco a poco, el sentido del éxito, asociado antes a la acumulación de riquezas como un medio para la salvación divina, se sacude de sus componentes metafísicos y se convierte simplemente en un fin. A partir de la secularización del concepto de éxito, el capitalismo acelera su dinamismo, sobretodo a partir de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII, cuando la clase empresarial desplaza a la clase terrateniente, a la monarquía y a la Iglesia como sectores dominantes.
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Así, el concepto contemporáneo de éxito es un producto histórico cuyos orígenes pueden hallarse en la lucha de Lutero por humanizar a una Iglesia hipócrita y corrupta. Naturalmente, los efectos de sus esfuerzos fueron mucho más que paradójicos. El resultado final no fue solamente ese “ocaso de los dioses”, producido por las fuerzas seculares que la doctrina puritana puso en marcha; para la gente común, el triunfo del capitalismo y la dinámica que nos impone es lo que en verdad marca nuestras vidas. Las nuevas catedrales, construidas para convencernos de nuestra supuesta pequeñez, son ahora imágenes y nociones de éxito material que tenemos que perseguir. El consumismo es el lenguaje de la sociedad, y el que no lo hable queda por principio excluido de la posibilidad de llevar una vida funcional dentro de ella.
Como se sabe, el capitalismo tiende siempre a la creación de nuevos mercados. Por ejemplo: cuando los telares de Manchester no tenían a quien vender sus productos, la Corona obligó a su colonia de la India a comprarlos, prohibiendo paralelamente todo tipo de manufactura local. Cuando el capitalismo satura un mercado, crea uno nuevo. Es la dinámica de la competencia: el productor que no encuentre la manera de crear y explotar nuevos mercados para capitalizarse y reinvertir, simple y sencillamente desaparece. Así, cuando se agotan los mercados que una determinada cultura puede soportar, es momento de inventar nuevas necesidades. Se trata de un sistema basado en el sentido de la insatisfacción. La mercadotecnia impone modas y nuevos usos que socializa mediante la manipulación de los conceptos de éxito y fracaso. Verdadera matrona de nuestra cultura, recrea los espejismos de acuerdo a los intereses de la alta clase capitalista y nos moviliza hacia ellos mediante la amenaza del rechazo social, la insatisfacción, la inferioridad, la consciencia de fracaso. Poco importa que la satisfacción sea tan efímera como corto el momento de una compra; lo ilógico de un sistema tan poderoso, incapaz de dar otra cosa que una constante suma-cero, es un hecho que de poco sirve cuestionar. Es un juego de perpetua dependencia e insatisfacción que, en el mejor de los casos, solo una pequeña minoría adinerada puede encontrar divertido. Sin embargo, la posibilidad de desarrollar una personalidad original y creativa queda totalmente cancelada para todos. El miedo a la libertad, que en palabras de San Agustín es ese miedo a poner nuestra propia libertad por fundamento primero y exclusivo de nuestro ser, es el gran aliado de la cultura consumista y el concepto de éxito, asociado a ella.-